• EN LA HABITACIÓN DE DALÍ

    HARPER'S BAZAAR 30

    Spain Media Magazines

    Noviembre 2012

              “–Maestro, ¿quiere hacer usted una prueba de sonido?
    Salvador Dalí se acerca al micrófono que le tiende el reportero y se lanza a declamar con énfasis y emoción el siguiente trabalenguas:
              – Una… ppolla xica, pppica, pellarica, camatorta i becarica 
va tenir sis polls xics… pppics, pellarics, camatorts i becarics…
    El reportero, con dulzón acento mexicano, no duda en preguntar:
              –¿Es francés Maestro?
              A lo que el Maestro responde con calma y voluntad pedagógica:
              –Es catalán y es una anticipación del famoso código genético…”
    Sentada ante la pantalla de mi ordenador me río, me inquieto, me emociono. Alucino. Esta entrevista colgada en youtube no tiene desperdicio. Todo Dalí está en ella. El Dalí profundo, pintor, científico, sabio. El Dalí exhibicionista, hilarante, el Dalí actor, el Dalí tildado de payaso, vendido a los medios, ese Dalí popular que tanto se esforzó él mismo en engrosar y que le valió ser expulsado de todos los círculos bienpensantes y progresistas.

    ¿Hay alguien que aún crea que Dalí era un farsante? ¿Un afectado? ¿Un Ávida Dollars? ¿Un fascista? Cuántos antidalinianos había en los años sesenta y qué pocos rompieron sus prejuicios y pudieron sentarse con él horas y horas a hablar y reír y dejarse arrastrar por su arrolladora y total libertad de pensamiento, acción e ironía. Estos pocos siguen hablando del hombre genial e irrepetible que conocieron.

    Y yo hoy viajo a París con uno de ellos, Oscar Tusquets Blanca, para asistir a una rueda de prensa y a un par de reuniones de trabajo entorno a Dalí. Pero sobretodo viajo a París para presenciar una especie de reencuentro entre el arquitecto barcelonés y el París de su amigo Salvador, recorriendo algunos espacios que aún hoy perviven, que mantienen su magia y que significaron algo, o mucho, en la vida de ambos.

     

    Centre Pompidou

    Este próximo otoño París quiere contribuir a matizar esa imagen banal, tan llena de tópicos, a reforzar ese cambio de perspectiva que el paso del tiempo ya está haciendo por sí mismo, pero que el profundo y meticuloso proyecto –una auténtica tesis– que inició el Centre Georges Pompidou hace ahora tres años, puede dar el empujón definitivo.

    Tres décadas más tarde de la última gran retrospectiva en Le Boubourg –con el genio aún vivo y que supuso un récord histórico de visitas del centro aún hoy no superado– el Centre abrirá sus puertas el 21 de Noviembre con una gran exposición, Dalí, sobre el maestro del Surrealismo. Una exposición que tiene como objetivo hacer una puesta a punto del artista.

    –Hasta ahora la anécdota había sido más importante que la obra.– cuenta en la rueda de prensa Montse Alguer, directora del Centro de Estudios Dalinianos de la Fundación Gala-Salvador Dalí y co-comisaria de la exposición– Y esto, por fín, va a dejar de ocurrir. La obra está pasando por delante del personaje.

    La exposición se ubicará en la sexta planta, acabada la de Gerdhardt Richter que ha durado todo el verano, un espacio enorme con unas vistas privilegiadas sobre la ciudad –una marea de mansardas, con Montmatre, el Sena, Notre Damme, asomando entre ellas– pero que en la expo Dalí se taparán en su mayoría para preservar el misterio y la intimidad que la obra daliniana requiere.

    Y así París se prepara para recibir de nuevo, un otoño más, al Divino Dalí. La ciudad que le encumbró, que lo recibía cada final de verano para pasar las Navidades y el frío invierno, antes de partir en barco hacia Nueva York, llegado siempre en su Cadillac directamente desde la orilla de Port Lligat, espera convertirse de nuevo en su anfitrión, en su casa, o aún mejor dicho y como él siempre prefirió, en su lujoso hotel.

     

    Le Maurice, Le Dalí

    ¿Qué es este olor? Me pregunto cuando cruzo la puerta giratoria y me sumerjo en el lobby más acogedor y sofisticado en el que recuerdo haber estado jamás –tras atravesar la barrera de decenas de coches oscuros aparcados en doble fila, grupos de chóferes, solícitos portières y el transitado e inesperado carril bici–  ¿A galleta? ¿Vainilla? ¿Amaretto?

    Dalí se hospedó siempre en la suite real –la número 108– de este conocido hotel de lujo de la rue de Rívoli. Han corrido ríos de tinta sobre las excéntricas reuniones que se daban cada tarde, five o’clock tea, con todo tipo de personajes –editores, modistos, modelos, travestis, viejas estrafalarias, duquesas, pseudoactrices y falsos príncipes– y allí fue donde Oscar aprendió, entre un sinfín de otras cosas, que no hay que tener más que una sola casa –es conocida la anécdota del día en que Dalí subió a la habitación un caballo blanco y cuando éste defecó Salvador decidió con premura que se fueran todos a cenar: “Ya lo recogerán”.

    Le Maurice, tras unos años de sostenida y lenta decadencia, ha recuperado con brillantez el nivel perdido –y los desorbitados precios por habitación– “Yo creo que está mejor ahora que entonces”, comenta Oscar. Por la noche el lobby se transforma en el restaurante informal del hotel, Le Dalí, redecorado e iluminado con exquisita sensibilidad por Phillipe Starck –alguno de los muebles dibujados por Dalí en los años 30, el Sillón Leda, la lámpara Bracelli, que Oscar llevó a la realidad en el año 92, se mezclan con butacas algo grotescas de corcho y preciosos muebles de corte imperio–. Un par de músicos de jazz –piano, contrabajo– interpretan una deliciosa Bohème de Aznavour, tomamos una copa y pregunto a un camarero de dónde sale ese olor a cookie recién hecha, me dicen que de las velas pero no me lo acabo de creer, tienen que estar cocinando pasteles con especias exóticas aquí mismo, tras esas puertas acristaladas con revestimientos de oro añejo y tres metros de altura, pero una diligente y atractiva mademoiselle consigue darme los detalles de la vela que transforma la atmósfera del local: “Herbes coupées” de Hervé Gambs.

     

    Rostro de Mae West utilizable como salón

    En el salón de la suite 108 Oscar y Dalí presentaron en 1975 el famoso sofá-boca, el Dalilips producido hoy día por BD, aquellos generosos labios de Mae West que el pintor convirtió en sofá a mediados de los años treinta, pintando directamente encima de la portada de una revista con la cara de la actriz impresa– y no sólo transformó los labios, los ojos pasaron a ser ventanas, la nariz chimenea, el pelo cortinas, hasta aparecer el increíble cuadro Rostro de Mae West utilizable como salón que se encuentra en Chicago y que lamentablemente apenas viaja–. Oscar propuso al Maestro convertir la pintura en un salón de verdad para el museo de Figueras cuando éste aún se estaba proyectando. Un espacio real que reprodujera un cuadro que, a su vez, representa un espacio virtual. Una idea que entusiasmó a Dalí y que no hacía más que estimular su insólito proyecto de un Museo lúdico, “un Dalilandia donde los niños no se aburrirán como en el Louvre”, avanzándose varias décadas a la idea de los parques temáticos (con la incomparable característica de poseer una colección de arte absolutamente excepcional). La sala es la más popular del museo de Figueras y se levantará entera el próximo Noviembre para el Centro Pompidou. Los tres comisarios franceses viajaron hasta Figueras y de allí a Barcelona para encontrarse con Oscar y encargarle la dirección en el montaje de la sala y su colaboración con la arquitecta Laurence le Bris en la escenografía de toda la exposición.

    En la rueda de prensa un periodista pregunta a Oscar si pasados cuarenta años ha querido cambiar algo en la sala. Oscar responde que no, que la idea es la misma, pero la técnica ha facilitado la ejecución (el material del Dalilips es más ligero y duradero) y se ha añadido una cámara con una pantalla gigante que permite al visitante verse a sí mismo sentado en los labios. Algo que Oscar ya llevó a término en la última retrospectiva de Dalí en Milán y que fue un rotundo éxito de público. Sorprendentemente, Monste Alguer, hace pocos meses, encontró una entrevista donde Dalí explicaba –ya con su museo hecho realidad– su propósito de llevar a cabo esta misma idea en la Sala Mae de Figueras.

     

    Café Beaubourg et l’aubergine

                  Dalí sigue dando ideas décadas más tarde. Al empezar los trabajos para la expo del 2012, en los archivos del Centre, se encontró una carta escrita por Dalí en 1978 donde daba a conocer su entusiasmo con el espacio expositivo, una enorme sala diáfana, que se había destinado para la exposición del año siguiente, Salvador Dali: Retrospective 1920-1980. El Maestro imaginó todos los cuadros colgados en el muro perimetral, sin ningún tabique que rompiera el espacio, con una pequeña isla, un kiosque central, donde se mostraran algunos objetos. No se siguieron sus instrucciones y el montaje de 1979 fue resuelto de forma muy convencional.
                  Esta carta, reencontrada entre el inmenso archivo del Pompidou al empezar los trabajos para la Exposición del 2012, ha tomado una nueva dimensión.
                  “Hay tantos cuadros y objetos a mostrar, –explica Oscar– que el muro perimetral se nos hace pequeño y la islita insuficiente, y por ello hemos tenido que encontrar otros recursos (una isla central y varios kioscos aislados) que nos ha permitido colocar toda la obra respetando la idea original de Dalí. Nos ilusionaba mucho que así fuera.”
                  – Bon, bon. Nous avons besoin de parler de couleurs.–El primer comisario, Jean-Hubert Martín, y ex presidente del Centro Pompidou, intenta poner un poco de orden en la conversación que fluye desordenadamente en la mesa del Café Beaubourg –restaurante situado frente a la plaza del museo en el que prosiguen las reuniones del comisariado–  y donde estamos comiendo un estupendo steack tartar y unas pommes de terre en purée.
                  – …et l'aubergine.– añade Thierry Dufrêner, Profesor de Historia del Arte contemporáneo de la Universidad de Paris .
    Los tres comisarios explotan a risas. Oscar y yo no conseguiremos averiguar porqué les hace tanta gracia mencionar el color berenjena.
                  –Nous devons prendre la décision maintenant – Insiste Jean-Hubert Martín frenando las risas e intentando cortar una conservación que ha ido derivando de la tauromaquia al archicitado franquismo de Dalí, pasando por las fallas de Valencia y las calles engalanadas de las fiestas de Gràcia de Barcelona. También ha habido protestas por parte de Oscar al saber que la intervención en la fachada del Pompidou a modo de reclamo promocional (una inmensa muleta daliniana sosteniendo la escalera tubular a diez metros del suelo) se ha descartado por presupuesto. Oscar intenta salvar la propuesta proponiendo algún artesano fallero de Valencia que seguro lo hará encantado y por un precio aceptable, es una idea demasiado excepcional para perderla, ningún otro edificio en el mundo reúne las características idóneas –el tubo-escalera ascendiendo como un gusano exento de la fachada– para llevarla a cabo. Pero los comisarios se muestran pesimistas. Los recortes al Ministerio de Cultura son ineludibles y el 2013 se presenta aún peor.
                  Pero hay que hablar de colores para la pared de la isla central, y el tono berenjena, a pesar de la hilaridad que provoca, es el que aúna más concilio entre todos los reunidos. Sobre el color de la pared perimetral se habla de tonos tierra, minerales y se descarta el blanco. Yo pienso que tengo ganas de ir a Sennelier –coulours pour artistes– a comprar ceras de colores mientras Oscar concluye:
                  –El blanco no sirve para Dalí. Ni para Vermeer, ni para Velázquez. Aunque esté bien para Miró.

     

    Sennelier y Gala

    –¿Y Gala? ¿Dónde está Gala?– ha preguntado un periodista en la sala de prensa. Los cuatro comisarios justifican con diversos razonamientos que esta exposición no ha concebido un espacio dedicado exclusivamente a Gala, y el tercer comisario, Jean-Michel Bouhours, conservador del Pompidour y especialista en cine experimental, sentencia: “Gala está en todas partes. Gala está en silencio”

    Y fue Gala quien descubrió Sennelier a orillas del Sena. “Gala se propuso instruir a Dalí en la técnica más notable e inalterable que utilizaban los clásicos, estudió tratados antiguos, libros que revelaban los secretos de cocina de los grandes maestros, Vermeer, Van Eyck.” ha escrito Oscar. “Y Salvador me lo descubrió a mí” añade ahora. Parece que el joven Dalí era algo chapucero y no estaba mucho por la labor. Cuando Gala decide hacer de Dalí su propia obra, se empeña y consigue que aprenda la mejor de las técnicas.

    Sennelier, los colores del Quai Voltaire, la deliciosa tienda que vende productos para las Bellas Artes, permanece igual que hace 125 años. La misma fachada de madera, la misma tipografía en latón anunciando la tienda. Oscar disfruta hablando con el encargado y rebuscando entre óleos y pinceles. Se compra un medium de secado lento y yo unos Faber Castell con capucha-sacapuntas.

     

    Deyrolle

    Esta Gala que se nos muestra en silencio tras la obra que Dalí ha dejado para la posteridad, –ella cambió su manera de pintar, su vida entera– no es exactamente la mujer que Oscar conoció, ya muy mayor, una viejecita menuda con un lazo negro en el pelo –regalo de Coco Chanel­– que se enfadaba y gritaba y pegaba a Oscar cuando éste se presentaba en la casa de Port Lligat sin un regalo para ella. Esa Gala que el Pompidou nos asegura estará presente en cada cuadro, en cada objeto expuesto, sin necesidad de verla, ocupaba entonces el más alto cargo de la “Empresa Dalí”, una mujer de negocios, la generalísima que protestaba y se enfadaba cuando llegaban a Le Meurice esqueletos o cuernos de rinocerontes de aquel universo llamado Deyrolle que tanto extasiaba a Salvador. El conserje recibía los asombrosos bultos, pagaba la factura impasible y ordenaba que fueran envueltos, con eficacia y exquisita finura, para emprender su periplo hacia las tortuosas costas del Cap de Creus; Dalí no pagaba en las tiendas porque jamás llevaba dinero encima, entre otras razones, porque su amada Gala no le dejaba.

    Subir a la primera planta de Deyrolle es viajar en el tiempo y en el espacio. Tintín, África, Darwin, Alicia en el país de las maravillas, Julio Verne. Un exquisito museo de zoología con todas sus piezas a la venta. Geología, botánica, mineralogía, naturalización. Parece que a Dalí le entusiasmaba contemplar los esqueletos, las mandíbulas, los rinocerontes y, tal y como cuenta Amanda Lear en sus magníficas memorias, ésta era su tienda preferida en París. Un afable señor con densa barba oscura sentado en un escritorio de madera repleto de papeles nos escucha hablar en catalán, se nos presenta amablemente, es el director de la tienda y resulta, qué coincidencia más magnífica, que es nacido en Cadaqués.

    Los cuatro conejitos blancos a dos patas, lapin blanc debout, 450€ cada uno, con las dos delanteras en posiciones levemente diferentes, me atraen de extraña forma e imagino que a Dalí le gustarían. Hay en ellos algo tan extremadamente precioso como cruel.

     

    Maxim’s y los angelotes

                  Cuando llegaba la hora de cenar Dalí seleccionaba a dedo quién le iba a acompañar  entre los que conformaban su corte –Dado, Luís XIV, el Capitán, el Melocotón, el Delfín, la Ginesta o el San Sebastián de turno, todos ellos con los apodos que el Maestro inventaba– y el tumulto variponito de gente que se había ido acumulando en su suite.
                  Ledoyen, La Tour d’Argent, Lasserre –con un techo retractil que se abre al cielo– Castel, Petit Bedon, muchos son los restaurantes a los que Dalí iba a cenar y que todavía existen. Pero es Maxim’s el más legendario y al que más veces fue, seguramente a pie, andando pocos metros desde Le Maurice por la rue de Rivoli hasta llegar a la Place de la Concorde, cruzar la rue Royale –atestada ahora de autocares turísticos–  para encontrarse enseguida con el pequeño y archiconocido toldo rojo del restaurante de la Belle Epoque.
                  Me siento en la banqueta púrpura que recorre una de las paredes de la sala principal, en la mesa 16, la preferida de Dalí y que mantuvo reservada durante mucho tiempo, como nos informa el amable Maitre. Contemplo la decoración, puro Art Noveau, de un local que me sorprende por entrañable.
                  Oscar me hace reír cuando cuenta que ante sus alabanzas al interiorismo estricto y racional del restaurante Four Seasons de Nueva York, Dalí protestó  diciéndole: –Ah, porque tú, Tusquets, ¿puedes comer sin angelotes en la cabeza?
                  Pero ahora el ambiente es triste. Todo está tan exacto a cómo debió ser en 1900 que me pasa aquello de las cosas viejas o usadas, me parece pequeño, naif, gastado y algo casposo. Las mesas están mal dispuestas, algunas vacías, una pareja de españoles, una de latinoamericanos con mochilas, bolsas de plástico y un plano doblado en la mesa, cuatro mujeres árabes –la madre va de negro y totalmente cubierta y las otras juegan con el móvil–. No se entiende qué está haciendo esta gente aquí. El restaurante que estuvo en lo más alto y que rebosaba de todas las celebrities de la época, –Dalí cenó con BB, Onassis, Mia Farrow, los Rothschild, Malraux, Faye Dunaway– es ahora una parada más de cualquier City Tour Bus. Su propietario es Pierre Cardin y cuesta creer que no haga nada para sacarlo del panfleto turístico donde lo ha metido.
                  Pero cuando las generosas cortinas de terciopelo rojo del escenario que dejan entrever un piano, se mueven, la magia inunda el local. Woody Allen se trasladaría al París de Toulouse Lautrec sin necesidad de un coche que lo recogiera a las 12 de la noche. Aparece una turbadora Edith Piaf, algo más alta, con el pelo corto, los labios rojos, un vestido negro y mucha entrega en su voz rasgada. Michèle-Anna canta durante toda la velada encantadoras chansons françaises mientras cenamos un respetable poulet rôtie.  Más que suficiente para volver a enamorarse de la grandiosidad de esta ciudad.
     
                  El Louvre, La dentellieère
                  –Con Salvador hablamos mucho de Vermeer– me cuenta Oscar frente al pequeño cuadro del maestro holandés que se encuentra en el Louvre. –Dalí lo consideraba, junto con Velázquez, el mayor pintor de la historia. Cuando lo citaba siempre añadía el “de Delft”, como si hubiera otro– se ríe Oscar– claro que cuando empezó a hablar de él casi nadie lo conocía. Vermeer pasó siglos de ostracismo hasta que Proust lo reivindicó.
                  “La encajera de bolillos” obsesionó a Dalí y elaboró toda una tesis interpretativa inscrita en su famoso método paranoico-crítico, bastante alucinante –relacionándola con los cuernos de rinoceronte y la carne de gallina– que fue filmada pero que no llegó a finalizarse como película.
                  –Fíjate que la aguja no se ve– me señala Oscar– pero tal y como Dalí sostenía, esta aguja invisible es el centro del cuadro.
                  Nos vamos alejando de la sala donde Dalí pasó horas copiando la encajera –pintó una reproducción prodigiosa exacta al original– y por fin hago la pregunta que me ha perseguido durante todo el viaje:
                  –¿Crees que la obra va a acabar pasando por delante de la persona?
                  Oscar medita mientras anda.
                  –Para mí seguro que no. Su inmensa obra es sólo un pálido reflejo de lo que fue conocerle. Ha sido la persona con la que más me he divertido y aprendido.  Y dentro de este ambiente políticamente correcto en el que estamos inmersos, le echo mucho de menos. Dalí nunca fue aburrido, nunca fue banal, detrás de cada boutade, detrás de cada irreverencia que lo tildaba de superficial había una idea, sorprendente por original, una verdad. Y eso molestaba mucho.
                  Y aún a sabiendas de cargármelas me siento obligada a hacerle otra pregunta, una de las más tópicas y que tan orgullosa estaba Montse Alguer de que no se hubiera formulado en la rueda de prensa:
                  –Pero entonces, ¿ era o no era franquista?
                  Y tal y como yo esperaba, Oscar se irrita:
                  –La beatería de la izquierda le tocaba los cojones, como a mí.
     
                  Dalí sigue creciendo. Aparecen nuevas valoraciones sobre su pintura, como las de la última etapa, tal y como anunciaron los comisarios. Se encuentran cartas treinta años olvidadas o entrevistas que nos guían en el presente y, casi con total seguridad, ese Dalí popular se irá olvidando, la gente joven ya no le verá en televisión ni leerá en la prensa el último desatino del artista.
                  –Bueno.., –objeto yo– pero está Youtube.
                  Y nos reímos mucho.