• ALMA JONDA

    Fashion and Arts Magazine

    Prisma Publicaciones/Prensa Ibérica

    Junio 2017

    Hubo un tiempo en que Barcelona era considerada la ciudad más flamenca de España, una urbe más andaluza que la propia Andalucía, la capital del flamenco. Leo y releo la rigurosa tesis de Montse Madridejo (El flamenco en la Barcelona de la exposición internacional 1929-1930. Edicions Bellaterra, 2012) para que no me queden dudas. No faltan datos que la avalen. Cuatrocientos artistas, más de cien locales, casi veinte espectáculos diarios. Y un sin fin de crónicas encendidas de los periodistas de la época, que transcriben auténticas perlas, como las de Sebastián Gash, admirado por la autenticidad de la colonia flamenca de Barcelona, “donde el turista no osa entrar, donde la escenografía está ausente, porque aquí bailan y cantan para ellos, no para los otros”

    … o cuando escribe sobre la niña Carmen Amaya, Carmencita la Gitana, “y su ardor salvaje de bailarina nata”. Eran tiempos efervescentes, la ciudad se preparaba para la gran Exposición Internacional de 1929 y Barcelona era una fiesta. También flamenca.

    Imagino el rápido transcurrir de unos años intensos. La pequeña Carmen Amaya de la mano del Chino, su padre guitarrista, recorriendo las calles de la Barceloneta y el barrio Chino. La imagino, poco después, en los llamados cafés cantantes, como el Villa Rosa –conocidísimo café concierto de la época, situado en pleno corazón de la ciudad y que Santiago Rusiñol puso de rabiosa moda–  el Gran Bar Manquet o el Edén, locales, tablaos ya, con su pequeño escenario de cuatro tablones, donde se mezclaban los artistas de la farándula con extranjeros, industriales catalanes y hombres de las vanguardias como Casas, Huguet, Dalí. La pequeña bailarina actuaría sin descanso tres veces cada noche antes de volar a Madrid, a París, para volver de nuevo a Barcelona. Enseguida llegó la inauguración de la Exposición Internacional y, adolescente ya, actuó delante del Rey. Alfonso XIII la vio bailar en el Patio del Farolillo, un pequeño patio del Pueblo Español que se convirtió en uno de los epicentros de esa Barcelona festiva, vital, que se mostraba al mundo con orgullo. El flamenco barcelonés llegaba a su clímax.

    Nueve décadas más tarde me encuentro en este mismo lugar. En otro siglo, en otra Barcelona, pero en el mismo patio andaluz que apenas ha cambiado aunque su nombre sea otro. El patio del Farolillo se llama ahora el patio Cordobés. Sentada en unas sillas de enea converso con Sunchy Echegaray y Mimo Agüero, propietarias del Tablao de Carmen que, desde 1988, ha devuelto la vida al patio. Lo abrieron en pleno entusiasmo pre olímpico y, ya entonces, se desmarcaron de lo que estaba de moda, los bares de diseño, las discotecas. El flamenco impregnaba sus vidas –Sunchy se casó con Juan Antonio Agüero, viudo de Carmen Amaya, y tuvo con él dos hijas, una de ellas Mimo– y eso las empujó a tirar adelante, aunque estaban, y siguen estando, poco convencidas de sus dotes empresariales. Han pasado treinta años empecinadas en mantener la esencia del puro tablao, en huir de las escenografías, del show, porque solo así entienden este arte. “El flamenco es algo que se da o no se da” me cuenta Sunchy “empieza en una casa, en un colmado o una boda, cuando un niño te baila por bulerías porque sus padres le están haciendo palmas. Esa es la verdad del flamenco”. Y para que esa verdad se dé, su tablao es como es y sus actuaciones son como son: bailes individuales para propiciar la improvisación, para que cada noche ocurran cosas distintas.

    Y la historia sigue, crece. Se entrelaza con todas las familias de los artistas que siguen pasando por aquí y que depositan su confianza en estas dos mujeres. Abuelos, primos, tíos, que vienen y acompañan a los suyos. Niños que crecen en barrios de Barcelona como La Mina o San Roque y esperan a que les den la oportunidad de hacer un fin de fiesta, salir en el último baile. Como ocurrió con el Yiyo y el Tete. Dos hermanos que de bien chicos venían con su padre, Ricardo.

    Mi entrevista continúa con ellos. Entran al patio, se sientan frente a mi y quedo impresionada por su belleza, por sus silencios. Me cuenta el Yiyo con su voz grave que el tablao siempre ha sido como estar en casa. Que bailar no es algo que ocurre un día determinado, nosotros bailábamos antes, nosotros bailamos siempre. El Tete asiente, el semblante grave también.

    Me sigo asombrando cuando veo que rehúyen incidir en su parentesco con Carmen Amaya “Nos queda lejos, otros amigos del barrio son parientes más cercanos”. Me admira esa discreción, ese rigor. Sabré más tarde, por una amiga experta, que su baile tiene algo del flamenco catalán que inició Carmen Amaya. Una seriedad, una contención, un algo que los diferencia del flamenco de Sevilla o Jerez, donde hay más espacio para la guasa, la gracia o la solera. El Yiyo y el Tete bailan con una rabia contenida que muchos ven vinculada al genio del Somorrostro.

    La discreción es una constante en nuestra charla. No sé si será gracias a ella que este pequeño lugar es un caldo de cultivo del arte flamenco, un trampolín para nuevos artistas. Puso la primera semilla ella, la Capitana, el mito, la gitana barcelonesa, la gran Carmen Amaya. Hoy siguen su estela el Yiyo y el Tete, perpetuando el duende en este tablao, en este patio, cuando cae la tarde y el Pueblo Español se vacía de gente. Vendrán más niños, adolescentes ya, hijos, primos, sobrinos, nietos. Y Sunchy y Mimo aquí estarán. Como un enlace a una Barcelona desconocida y fascinante. Es asombroso y es tan de verdad que parece mentira.

     

    Yiyo y Tete, dos hermanos de sangre.

    Son dos grandes promesas del baile flamenco. Su excepcional estilo mezcla la modernidad con el baile más puro. Comparten una misma actitud, una elegancia, un saber estar que casi abruma, pero los rasgos que dibujan sus personalidades los diferencia pronto.

    El Yiyo (Miguel Fernández, 1996) Ha bailado en Taiwán, Francia, Portugal y España. Se autodefine como alguien serio, bastante formal, perfeccionista hasta la obsesión. “De pequeño no me interesaba jugar a las máquinas digitales o al fútbol. Para mi el mejor juego era bailar o analizar a los bailaores en YouTube, tirar adelante y atrás el vídeo hasta entender un paso”

    El Tete (Ricardo Fernández, 2000) Es movido, risueño, un poco nervioso. Debutó como profesional hace menos de un año. Me dice de Carmen Amaya que ve en ella un reflejo de sus antepasados, el baile en la calle, al aire libre, la expresión misma de la vida nómada de su raza.